martes, 14 de abril de 2009

El espíritu peinado


Acabo de tener una experiencia mística. He ido a la peluquería, me he cortado el pelo, mejor dicho, me han recortado la escasa pelambre que circunda mi desnuda coronilla, le han dado apariencia cuidada e higiénica.

Durante esta ceremonia en la que he experimentado sensaciones que van desde la regresión a la extracorporalidad, también he tenido tiempo para la profunda meditación interior ayudado por el ronco y monótono mantra de los secadores de pelo, el olor casi de incienso de la laca y el retablo de imágenes del Hola.

Soy ateo y alopécico. Estas dos cualidades se unen en un todo espiritual y sensual. Las dos arraigan en la profundidad de mi ser de forma absolutamente natural, partiendo de mis propios genes, de mi propia condición humana y se muestran al mundo en su esplendor, sin adornos, sin alharacas, pero con absoluta claridad. Soy abanderado de mi ateismo alopécico.

Por más que rece, mi pelo no crecerá. Por más clara que sea mi tonsura, no creeré. Ambas condiciones guardan un carácter intrínseco, se complementan y necesitan. Fondo y forma van unidos configurando un todo: YO.

Ha sido breve mi permanencia en el templo capilar (Peluquería Unisex Mayte), apenas media hora, pero vivida con profundidad y clarificación.

El tiempo, incluida la espera, transcurría despacio, el amoniaco de los tintes adormecía mi conciencia y la cacofónica melodía de secadores y señoras me aislaba del exterior. Me sentía protegido, inmerso en el seno. La peluquera (Mayte) ejercía de sacerdotisa. Movimientos repetidos, pero siempre nuevos, agradables, disfrutados.

Primero el bautismo, las abluciones en el lavadero. El agua limpia de temperatura agradable, las manos expertas desenredando suavemente el cabello bajo el líquido elemento, la pregunta ceremonial -¿está bien así?-, la repuesta mecánica y necesaria -muy bien maja-. Después la unción, el champú en la cantidad justa, las suaves fricciones llenas de espuma hasta alcanzar el punto del adormecimiento, primer paso hacia una consciencia interior. Después el aclarado y el despertar con la cabeza envuelta en los esponjosos rizos de una toalla con olor a fragante suavizante de Carrefour.

De nuevo en pie, preparado para la investidura del poncho granate que oculta el verdadero contorno de mi cuerpo y potencia en extremo las auténticas dimensiones de mi cabeza, soy invitado a dirigirme a mi trono temporal, flanqueado por otros dos como por los ladrones de una vieja leyenda. Aposentado frente a mi imagen multiplicada, frente al espejo desde fuera de mi mismo, me descubro reinando sobre el templo, formando parte de él, como la figura principal de un retablo.

Mayte la sacerdotisa, sabia entre las sabias, pregunta suave y firmemente: -¿cómo siempre?-. Yo solo tengo que asentir y así todo transcurre según una antigua tradición que indefectiblemente me cambiará por fuera y por dentro.

No hay dolor, sólo paz. Unas manos rápidas y seguras, su contacto entre maternal y sensual en la cabeza, las tijeras con su rítmico chas-chas, la afilada navaja y su corte al filo del degüello. No hay miedo, estoy entregado, lo que ha de ser, será.

-¡Ya está!, ¿qué te parece?-. El sacrificio ha terminado, los restos se esparcen sobre mi manto y alcanzan el suelo, algunos se cuelan por el cuello de mi camisa llegando a mi espalda. Serán durante unas horas el recordatorio del que era y el que ahora soy. Parte de mi ha sucumbido para que renazca en otro siendo el mismo. Sólo hay parecido entre el que sale y el que entró.

Aún falta la última ablución, la que limpiará los restos más evidentes de lo que fue sacrificado. Es más rápida, menos intensa, más breve. Una preparación para volver a la vida. El beso de una madre al hijo que se va al colegio, el de la amante que dice –ahora tengo que irme-.

Vuelta al trono, ahora menos digno, sin manto. Unción gomosa, colocación capilar y una última multiplicación en el espejo. Después: -¿qué te doy?-. Yo lo sé perfectamente, pero lo pregunto. -Ocho euros- contesta la oficiante y con una gran sonrisa espera pacientemente a que me ponga el abrigo y le entregue mi dádiva.

Con la fórmula de rigor, -¡adiós, buenos días!-, salgo al mundo y una ola de frescor vivificante recorre mi cabeza aún cargada de sensaciones y perezosa para percibir el mundo real.
Esta mañana he cambiado. Me he aceptado como soy, soy bello en mi imperfección y el mundo también lo es a mi alrededor. Volveré como un feliz feligrés, por lo menos una vez al mes.

Javier Esteban

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