jueves, 27 de mayo de 2010

CON MÁS PARECIDO QUE IGUALDAD


Lo reconozco, acabo de participar en un taller sobre educación en igualdad (entre mujeres y hombres se entiende) y estoy altamente sensibilizado.

No es que haya descubierto nada nuevo, es más bien la constatación de lo que queda por hacer y el largo camino lleno de baches que se perfila en el horizonte.

El taller se ha realizado en un colegio público en el que el censo de familias (que no el del alumnado) sumado al personal docente supera la cifra de 450 potenciales participantes. La realidad es que al final no llegamos a una docena, con total ausencia del cuerpo funcionarial del centro y una representación del sexo masculino igual a dos, o sea, otro y yo.

No pasa nada, estoy acostumbrado. Ya ocurrió lo mismo con un Taller sobre Educación Sexual que no pudo llegar a realizarse por falta de participantes a pesar de contar con personal cualificado y un enfoque nada sospechoso en cuanto a política y perversiones varias.

Conclusión: Lo sabemos todo sobre educación sexual. Y qué decir en materia de igualdad, donde podemos dar lecciones a cualquiera. Porque claro, “si pasan cosas es porque ellas se empeñan, que si no se metiesen donde no las llaman, no pasaría nada” o porque “podemos ser iguales si cada cual sabe dónde está su sitio”.

En fin, triste panorama.

Pero me estoy apartando del tema y no es esa la cuestión sobre la que yo quería escribir. De lo que se trata es de lo difícil y lamentablemente casi imposible que es conseguir un cambio real en una materia tan delicada y tan necesaria como la igualdad. No es sólo por una cuestión de educación y de ancestral machismo, no es que se confunda feminismo con “hembrismo”, no es que la R.A.E. no admita “miembra” aunque sólo sea como acompañante del miembro, es por todo eso y por muchísimo más.

La igualdad subvierte el orden establecido, rompe tradiciones y normas sagradas, trastorna el orden moral de nuestra sociedad y lo más peligroso de todo, hace dudar.

La igualdad verdadera nos haría replantearnos el papel que la religión da a la mujer. En el cristianismo empezaría por aquella a la que sólo se nombra como “Madre” o “Virgen” y nunca como mujer. Empezaría por cuestionar el sexo de Dios, ya que si no tenemos su retrato exacto pero estamos hechos a su imagen y semejanza, ¿por qué pintarlo con barba y no con pechos?.

Nos haría preguntarnos sobre la lógica de determinadas políticas. ¿Para qué sirve un Ministerio de Igualdad, cuya ministra o ministro, si lo hubiere, jura o promete el cargo ante una Monarquía que se salta la lógica línea sucesoria hasta el tercer descendiente porque éste es varón?.

Se rompería un mercado segmentado, donde el marketing define cúal debe ser nuestro aspecto y papel en cada momento de nuestra vida, diciéndonos, que no descubriendo, cúales son nuestros anhelos y esperanzas, cómo, dónde y cúando debemos vivir.

Dejaríamos de hablar de violencia de género y pasaríamos a hacerlo sobre el trato entre iguales.

La igualdad verdadera nos obligaría a usar terminología inclusiva en vez de excluyente, aunque se suponga que la que existe incluye por defecto. Tendríamos que buscar la coherencia en vez de la comodidad.

Querríamos lo mismo para nuestras hijas que para nuestros hijos.

Desterraría por completo el “siempre ha sido así” o “es una tradición”, parafraseo favorito de quien se niega a evolucionar.

Conseguiría que la sensualidad de nuestro cuerpo pudiese vivirse sin culpa, con aceptación y sin estar sujeta a juicios morales que dependen de lo apretado del tejido o el largo de la prenda que vestimos.

Si fuera una igualdad auténtica, lo que la naturaleza nos hubiera puesto entre las piernas no determinaría el rol social y nadie podría molestarse o juzgar.

Si fuera de verdad, sería lo mismo descender de un puto que de una puta. El sexo se viviría sin culpa ni suciedad, porque también en eso seríamos iguales, nadie se somete a nadie.

O sea, que para ser iguales hay que cambiar y, o nos da mucha pereza o nos da mucho miedo. En cualquier caso, siempre podemos seguir disimulando y jugar a ser iguales aunque, en realidad, sólo nos estemos pareciendo.

Javier Esteban

P.D.: He intentado escribir utilizando un lenguaje no sexista. Creo haberlo conseguido y he de confesar que NO ME HA COSTADO TANTO.

martes, 4 de mayo de 2010

Intervencionismo.


Mucho se habla de la cultura subvencionada, se dice que responde a los intereses e ideología de quien la subvenciona, pero se analiza muy poco la realidad circundante.

La perversión del lenguaje es tal que confunde los términos y así se define lo subvencionado como lo “mantenido”, en el más putanesco sentido de la palabra. Especialmente si se refiere al cine o el teatro, donde el mensaje suele ser mucho más explícito.

Antes de continuar, quiero dejar constancia de que no trato de hacer una defensa de la subvención ni una apología de la cultura subvencionada. Simplemente, dada mi experiencia, quiero transmitir una reflexión personal. No es verdad absoluta, ni siquiera relativa, es solo una opinión.

Desde mi modesto punto de vista, y refiriéndome al teatro, estoy convencido de que es en el ámbito de lo subvencionado donde se respira una mayor libertad y espíritu crítico. Curiosa paradoja, cuando el discurso reinante es el contrario, aquel que dice que “la taquilla os hará libres”.

Pienso que es obvio que la taquilla es mucho más acomodaticia, no hay más que ver el panorama actual. La programación a taquilla está llena de famosos y famosetes, repetición de fórmulas televisivas, lo que antes se llamaba humoristas y ahora se llama “monologuistas”, los cacareados musicales (importados y nacionales) y afortunadamente algo de danza y circo. No hay nada más. Bueno quizá me olvido de algún título de “alta comedia” (más de lo mismo desde hace más de 30 años), algún nada inquietante “Muñoz Seca” sobrado de años y polilla y .... Nada más.

Ese es el panorama “libre”, el no subvencionado.
Aunque mayoritariamente el teatro subvencionado tampoco inquieta más ni es más critico, sí es más proclive a la aparición de propuestas con vocación de ir más allá del mero entretenimiento. Quizá porque no depende de la taquilla, es decir de la popularidad, ni de la rentabilidad económica.

Sería muy largo entrar a discutir si el teatro debe ser algo más que un simple pasatiempos, pero baste recordar que si lo convertimos en eso, deberíamos hacer lo mismo con la literatura, principal fuente dramatúrgica del teatro y exigirle a otras artes como la pintura, la escultura o la fotografía, que contemplen sólo un aspecto estético, olvidando toda postura ética o crítica.

Por norma general, las subvenciones teatrales se dirigen a abaratar los costes de producción y exhibición de un espectáculo, esto permite hacer mejores espectáculos y hacerlos llegar a un mayor número de poblaciones. Pero también aquí aparece la perversión, que se muestra de formas distintas en función del capítulo subvencionado. Si se trata de la producción, la creencia general e interesada es la de que si recibo 4 me gasto uno y el resto se reparte entre los componentes de la Compañía con el fin de dar gusto y rienda suelta a los más bajos instintos consumistas, cuando la realidad es bien distinta. Que nosotros sepamos, y ya llevamos 20 años en esto, no existen en teatro las subvenciones a “fondo perdido”, eso quiere decir que todo lo que se recibe está fiscalizado (auditado) y justificado (factura a factura). Es más, si se recibe 4 es porque se han pedido 10, y no se trata de justificar lo recibido, se trata de justificar el coste total del proyecto, que fácilmente podría ser 20.

La otra modalidad, la que se refiere a la exhibición o gira de un espectáculo, incide directamente en el bolsillo del espectador. ¿Cómo si no es posible acudir a un espectáculo teatral por menos de lo que cuesta una entrada de cine o una copa?, ¿Cómo si no es posible que un espectáculo con “famoso/a” recale en una población con menos de 10.000 habitantes y para una sola función?. Por cierto, queremos tener al famoso/a en nuestro pueblo, tenemos derecho y si ha estado en el de al lado, ¿por qué no en el nuestro?. ¿Para qué vamos a pedir que los dos pueblos se pongan de acuerdo y no programen lo mismo aunque apenas estén a 5 kilómetros uno de otro?.

Y ya puestos, ¿no es más intervencionista que la propia subvención, aquel concejal o alcalde que decide lo que se puede o no se puede ver en su población en función de su criterio ideológico o de su rentabilidad política?, ¿acaso no resulta más intervensionista que la propia subvención el programador obligado a llenar su teatro para convencer a su alcalde o concejal de lo acertado de su gestión, aunque para ello se guíe únicamente por criterios de estricta comercialidad?.

¿No será que hemos olvidado el verdadero objetivo de la cultura?.

No. Creo que no. Porque el verdadero objetivo de la cultura, en este país y a día de hoy, es adocenar. Cambiar criterios sociales por económicos. Evitar que nos movamos de nuestra casa. Sospechar de los del pueblo de al lado. Y sobre todo, ser rentables, rentables y rentables. No vaya a ser que la banca gane menos.

Pero tranquilos, ya quedan menos subvenciones y los teatreros, que no tenemos derecho a paro, nos haremos humoristas (perdón he querido decir monologuistas) que es más barato y adocena más.

Por cierto, prometo hablar otro día de ese público mayoritario que no inquieta a los alcaldes y concejales, y de ese otro público dispuesto a no dejarse amaestrar y al que la programación se empeña en echar de los teatros.

Javier Esteban